30/10/04

Juan Manuel de Prada (España)

Una institución que obliga a los ciudadanos a adoptar responsabilidades para las que no están preparados

Juan Manuel de Prada
Escritor

Extractos:

Un jurado popular absuelve al portero de una discoteca de Alcorcón, acusado del homicidio o asesinato de un joven angoleño. El crimen, aderezado de ciertos ribetes racistas, provocó en su día bastante revuelo. El jurado ha evacuado su veredicto fundándose en la ausencia de pruebas firmes que incriminen al acusado; aunque la acumulación de indicios resulta apabullante —el portero, al parecer, se jactó de haber matado al angoleño; varios testigos presenciaron cómo lo abofeteaba, etc.—, el jurado prefirió —con criterio discutible, pero a la vez irreprochable desde un punto de vista jurídico— acogerse al principio «in dubio pro reo» antes que conceder valor probatorio a tales indicios.

Justamente lo contrario de lo que hizo otro jurado popular que, hace algunos años, dictaminó la culpabilidad de Dolores Vázquez, acusada del asesinato de Rocío Wanninkhof, basándose en meros indicios, con el resultado de todos conocido. Vemos, una vez más, cómo un absurdo prurito de «democratizar» la administración de justicia mediante la participación ciudadana sólo acarrea inseguridad y desazón.

No entraré aquí a enjuiciar el comportamiento de ese jurado que ha absuelto al portero de discoteca de Alcorcón. Quisiera, en cambio, denostar una institución que obliga a los ciudadanos a adoptar responsabilidades para las que no están preparados; responsabilidades, por lo demás, muy delicadas y onerosas que exceden más allá de lo tolerable la exigencia de servicio que un Estado puede demandarles.

En una democracia representativa, ciertamente, los poderes emanan del pueblo; pero el pueblo delega el ejercicio de dichos poderes en aquellas personas que considera aptas para tan difícil misión. Del mismo modo que los parlamentos se constituyen en representación simbólica de una inconcebible asamblea popular, los jueces y tribunales administran justicia en representación de una nación soberana —pero lega en cuestiones jurídicas— que, consciente de sus limitaciones, otorga un mandato simbólico a aquellos individuos capacitados para interpretar y aplicar las leyes. Para garantizar que el acceso a la carrera judicial no lo enturbien intereses espurios, se arbitran unos sistemas de oposición y concurso que establecen quiénes son los mejores, los más expertos.

Los defensores de la institución del jurado sostienen que cualquier individuo posee un «sentido innato de la justicia» que suple con creces su ignorancia jurídica y lo legitima para enjuiciar la conducta del prójimo. Pero para condenar o absolver no basta con una «convicción moral» acerca de la culpabilidad o inocencia del encausado (en esto consiste, a fin de cuentas, el «sentido innato de la justicia»); se requiere que su conducta se halle expresamente tipificada, y también una ponderación de las pruebas e indicios que no se consigue a partir de dicho «sentido innato», sino a través de unos conocimientos técnicos que sólo están al alcance de los peritos en leyes.

La introducción del jurado popular en nuestro sistema de administración de justicia se me antoja tan incongruente como una hipotética intromisión de asociaciones gremiales o vecinales en parlamentos y gabinetes ministeriales. Por lo demás, considero bastante inicuo que se deje en manos de personas legas y especialmente permeables al clima ambiental (por no hablar del irresistible miedo que los asaltará al evacuar su veredicto) decisiones tan peliagudas.

A la larga, la introducción del jurado sólo servirá para adulterar el funcionamiento procesal, pues abogados y fiscales sustituirán el método probatorio por un más rentable y vistoso método persuasivo, cuya única finalidad será embaucar a esos pobres incautos que, con «sentido innato de la justicia», escucharán embobados sus sofismas.

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Juan Manuel de Prada
Escritor español

ABC.es
30 de octubre de 2004

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