¿Por qué no me gustan los jurados?
Miren ustedes, hoy se van a enterar de por qué no me gustan los jurados populares. Para ilustrarlo, nada mejor que el veredicto de inocencia para un señor que fue razonablemente acusado de asesinato, después de llevar a cabo nada menos que 57 apuñalamientos a una pareja de jóvenes. ¿Como es posible que alguien apuñale 57 veces a dos personas, éstas acaben muertas como consecuencia directa de los tales acuchillamientos, y no por ninguna otra circunstancia natural ni sobrevenida, y se le absuelva precisamente del cargo de asesinato?
En mi opinión es bien sencillo: porque se ha engañado a un jurado popular. Un juez profesional –salvando algunas honrosas excepciones, que hay de todo en la villa del Señor– no habría cometido semejante injusticia, mientras que cualquier otro jurado popular –igual que antes, salvo honrosas excepciones– hubiera hecho probablemente lo que ha hecho éste. ¿Por qué? Pues porque el indeseable absuelto tenía sus abogados, y los abogados han engañado al jurado, asesorando al acusado sobre cómo se tiene que comportar ante el jurado –les hizo llorar, al parecer, cuando emocionado, se lamentó de que “soy como soy y no me gusta”– y excitando en sus alegatos probablemente ciertas pulsiones muy primarias, que es lo que se hace demasiado habitualmente desde las instancias públicas de todo tipo.
Por mucho que ciertas en democracias antiguas el jurado popular sea una institución básica, en mi opinión, se trata de algo absolutamente antidemocrático, y este caso lo ilustra bien. Si profundizamos un poco en el caso, nos encontramos con que el sujeto absuelto es en realidad un violento homófobo que decidió apuñalar 57 veces a una pareja de jóvenes homosexuales porque se imaginó que le iban a obligar a mantener relaciones sexuales. Un prejuicio evidentemente exagerado por una mente enferma, pero presente, muy presente, en una sociedad cuya mitad santa sale a la calle con globos de colores para pedir –en defensa de la familia– que se les restrinjan los derechos a los homosexuales, mientras que la otra mitad se esfuerza con más o menos éxito por combatir los prejuicios homófobos que nos han inculcado desde la infancia y que tienen décadas, si no siglos de presencia en nuestras bases culturales.
Un jurado popular, por lo tanto, si es representativo de la sociedad, no tiene más remedio que reproducir esos prejuicios y esas actitudes… No es raro, pues que la mitad de los miembros del jurado pensaran que el acusado no hizo otra cosa que defenderse de una potencial agresión.
¿Qué hubiera hecho un juez en este caso? Por muy conservador que hubiese sido, con sus prejuicios y todo, un juez, que es un profesional, no hubiese hubiese dictado un veredicto de inocencia, por la sencilla razón de que es requisito de cualquier práctica profesional separar las convicciones políticas o religiosas del ejercicio de la profesión, de manera, que hubiesen pesado las 57 puñaladas y la voluntad incuestionable de matar que se puede deducir de tal acción, para concluir que el acusado es culpable. Todos conocemos casos sangrantes en que jueces profesionales han dictado sentencias absurdas, pero en mi opinión es más fácil para un abogado engañar a un jurado que a un juez.
O, como han preguntado los familiares de las víctimas, qué hubiese ocurrido si en vez de ser un simple asesinato sin apellidos, o con el apellido poco molón de “homófobo”, hubiese sido un asesinato de género el delito solicitado, o un asesinato terrorista, delitos que –justa y adecuadamente– son objeto de gran alarma social. ¿Habría sido el mismo el veredicto si este sujeto hubiese matado a su novia o a un concejal de su pueblo de 57 puñaladas?
También se puede dar –y probablemente sea más frecuente– el caso contrario, el de que el jurado actúe bajo el prejuicio de “cuando el río suena, agua lleva“, y parta del prejuicio tan frecuente –salgan ustedes a la calle para comprobarlo– de que lo más lógico es que el acusado sea culpable, y sea incapaz de percibir dudas por muy razonables que sean. Porque si la máxima de cualquier sistema penal democrático y garantista es que se es inocente hasta que se demuestra la culpabilidad del acusado, el prejuicio popular es que “algo habrá hecho el acusado, que demuestre que no“, sobre todo si el acusado forma parte de ciertos grupos sociales que visitan muy frecuentemente los banquillos de acusados.
No sé si formalmente el jurado popular es más o menos democrático que la justicia aplicada con criterios profesionales por un juez profesional, pero en una sociedad que debate estos días sobre la cadena perpetua o que tiene dudas sobre la pena de muerte, yo me siento más seguro ante un juez profesional que ante un jurado popular, y así me sentiría como acusado y como acusador.
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A sueldo de Moscú
Ricardo J. Royo-Villanova y Martín
España
25 de febrero de 2009
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