Extractos:
El primer argumento en pro del sistema es la supuesta participación ciudadana como forma más democrática de administrar justicia, afirmándose que existe una fuerte demanda de la sociedad respecto a casos de abusos y violaciones, a partir de algunos fallos de la Justicia con criterios blandos, lo que se evitaría con la posibilidad de que algunos delitos sean juzgados por los propios vecinos.
Pareciera suponerse que administrar justicia es un torneo barrial de fin de semana en el que cualquiera se anota y compite, aun sin saber jugar ni conocer las reglas.
Si hay penas "blandas" será porque hay leyes "blandas", lo que fácilmente se soluciona, no por vía de jurados, sino endureciendo aquéllas.
En nuestro régimen, los jueces son democráticamente elegidos por vía indirecta, ya que la postulación para un cargo es formalizada por el Poder Ejecutivo, quien a propuesta del Consejo de la Magistratura —a excepción de los miembros de la Corte Suprema de Justicia— debe contar con el acuerdo del Senado. De tal manera, el pueblo elige tanto al Ejecutivo como a los senadores, elecciones estas que hasta la reforma de 1994 tenían lugar también indirectamente.
Si el fallo de un juez así elegido no conforma a alguna de las partes, existen recursos en instancias superiores para revisar el pronunciamiento; y si se supone que el magistrado pueda estar incurso en mal desempeño o sea autor de delitos, también es dable recurrir al juicio político o al jurado de enjuiciamiento.
La forma de república representativa adoptada (arts. 1°, 22 y 33 de la Constitución) hace que el pueblo gobierne a través de representantes. Y si bien se admiten sistemas de participación ciudadana, como la iniciativa popular (art. 39), ella se agota en la mera presentación de un proyecto de ley que las Cámaras pueden o no aprobar: nadie pretende que sean los ciudadanos quienes sancionen esa ley sentados en las bancas del Congreso o que se les dé intervención en la función ejecutiva a fin de promulgar o vetar la iniciativa, apoltronados en el sillón de Rivadavia.
Si ello es así, mucho menos cabe alegar que esos mismos ciudadanos participen en la función judicial, máxime tratándose de una delicada función técnica que requiere especial capacitación y para la cual se exigen variados requisitos, entre ellos el de ser abogado. Con la misma lógica podría argumentarse que para lograr mayor participación en los cargos electivos populares, cualquier ciudadano pudiera presentarse como candidato, por ejemplo a senador, circunstancia vedada por el monopolio que de la representación ostentan los partidos políticos (art.54 de la Constitución y ley 23.298).
Igualmente cuestionable es el hecho de que tanto las deliberaciones como la votación del jurado son secretas y que sus veredictos carecen de fundamentación, limitándose a declarar al acusado culpable o inocente. Precisamente la falta de fundamentación de las decisiones del jurado torna imposible conocer si los mismos evaluaron únicamente las cuestiones sometidas a su consideración y, en todo caso, qué elementos de juicio valoraron para concluir que alguien es inocente o culpable. En nuestro sistema se impone a los jueces fundar sus fallos explicitando tanto la forma de valorar los distintos medios probatorios como las normas jurídicas aplicables a cada caso, pudiendo anularse las sentencias que así no lo hicieran.
Se exige que los jurados sean legos, es decir, no conocedores de norma jurídica alguna. La idea que domina este proceso parte de la base del distingo entre cuestiones de hecho a cargo del jurado, y cuestiones de derecho en manos de los jueces. Sin embargo, tal distinción en la práctica resulta dificultosa, ya que ambos aspectos se encuentran íntimamente vinculados.
Existe la posibilidad de influir sobre algún miembro del jurado mediante dádivas o amenazas, máxime cuando el sistema exige mayorías que en caso de no lograrse, pueden llevar a la absolución del acusado.
Pensamos, por tanto, en que el juicio por jurados es una institución que no sólo no se compadece con nuestra tradición jurídica, sino que a la postre, puede resultar altamente perjudicial para los justiciables, quienes en la inmensa mayoría de los casos optarán por ser juzgados por jueces de derecho.
Pareciera suponerse que administrar justicia es un torneo barrial de fin de semana en el que cualquiera se anota y compite, aun sin saber jugar ni conocer las reglas.
Si hay penas "blandas" será porque hay leyes "blandas", lo que fácilmente se soluciona, no por vía de jurados, sino endureciendo aquéllas.
En nuestro régimen, los jueces son democráticamente elegidos por vía indirecta, ya que la postulación para un cargo es formalizada por el Poder Ejecutivo, quien a propuesta del Consejo de la Magistratura —a excepción de los miembros de la Corte Suprema de Justicia— debe contar con el acuerdo del Senado. De tal manera, el pueblo elige tanto al Ejecutivo como a los senadores, elecciones estas que hasta la reforma de 1994 tenían lugar también indirectamente.
Si el fallo de un juez así elegido no conforma a alguna de las partes, existen recursos en instancias superiores para revisar el pronunciamiento; y si se supone que el magistrado pueda estar incurso en mal desempeño o sea autor de delitos, también es dable recurrir al juicio político o al jurado de enjuiciamiento.
La forma de república representativa adoptada (arts. 1°, 22 y 33 de la Constitución) hace que el pueblo gobierne a través de representantes. Y si bien se admiten sistemas de participación ciudadana, como la iniciativa popular (art. 39), ella se agota en la mera presentación de un proyecto de ley que las Cámaras pueden o no aprobar: nadie pretende que sean los ciudadanos quienes sancionen esa ley sentados en las bancas del Congreso o que se les dé intervención en la función ejecutiva a fin de promulgar o vetar la iniciativa, apoltronados en el sillón de Rivadavia.
Si ello es así, mucho menos cabe alegar que esos mismos ciudadanos participen en la función judicial, máxime tratándose de una delicada función técnica que requiere especial capacitación y para la cual se exigen variados requisitos, entre ellos el de ser abogado. Con la misma lógica podría argumentarse que para lograr mayor participación en los cargos electivos populares, cualquier ciudadano pudiera presentarse como candidato, por ejemplo a senador, circunstancia vedada por el monopolio que de la representación ostentan los partidos políticos (art.54 de la Constitución y ley 23.298).
Igualmente cuestionable es el hecho de que tanto las deliberaciones como la votación del jurado son secretas y que sus veredictos carecen de fundamentación, limitándose a declarar al acusado culpable o inocente. Precisamente la falta de fundamentación de las decisiones del jurado torna imposible conocer si los mismos evaluaron únicamente las cuestiones sometidas a su consideración y, en todo caso, qué elementos de juicio valoraron para concluir que alguien es inocente o culpable. En nuestro sistema se impone a los jueces fundar sus fallos explicitando tanto la forma de valorar los distintos medios probatorios como las normas jurídicas aplicables a cada caso, pudiendo anularse las sentencias que así no lo hicieran.
Se exige que los jurados sean legos, es decir, no conocedores de norma jurídica alguna. La idea que domina este proceso parte de la base del distingo entre cuestiones de hecho a cargo del jurado, y cuestiones de derecho en manos de los jueces. Sin embargo, tal distinción en la práctica resulta dificultosa, ya que ambos aspectos se encuentran íntimamente vinculados.
Existe la posibilidad de influir sobre algún miembro del jurado mediante dádivas o amenazas, máxime cuando el sistema exige mayorías que en caso de no lograrse, pueden llevar a la absolución del acusado.
Pensamos, por tanto, en que el juicio por jurados es una institución que no sólo no se compadece con nuestra tradición jurídica, sino que a la postre, puede resultar altamente perjudicial para los justiciables, quienes en la inmensa mayoría de los casos optarán por ser juzgados por jueces de derecho.
Enlace: Versión On Line
Dr. Carlos R. Baeza
Abogado constitucionalista
Diario Nueva Provincia - Bahía Blanca
17 de julio de 2012
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