El jurado popular en España: sombras y más sombras
Imagínense a un español cualquiera que, a la vuelta del trabajo, encuentra en su buzón una certificación oficial. Preocupado –a lo largo de los años ha aprendido que el Estado suele ser portador de malas noticias– abre la carta y lee consternado que se le requiere para formar parte de un jurado popular. No es demasiado aventurado suponer que su primera reacción será mascullar entre dientes la más común de nuestras maldiciones. Luego, repuesto del susto, quizá se pregunte si podrá faltar al trabajo –él que lo tiene– y si pagarán algo. Y, como las respuestas a estos interrogantes son, respectivamente, «sí» y «67 euros al día, 18 por dietas y un variable en costes de desplazamiento», pensará que, después de todo, la situación no es tan desastrosa.
Sin embargo, estará equivocado. A la vista del funcionamiento de la institución del jurado en España, la situación es desastrosa y preocupante.
Todos los problemas ajenos y también los propios
Dado que los jurados siempre se forman a través de la elección aleatoria de unos miembros representativos de la sociedad, estos pueden llegar provocar calamidades ampliamente estudiadas pero nunca solucionadas: fenómenos como la tiranía de la mayoría; la dictadura judicial de ciertos poderes fácticos capaces de manipular a la ciudadanía, como sucede con los medios de comunicación y la influencia que sus propietarios tienen sobre las corrientes de opinión imperantes en la sociedad; y realidades evidentes como el alto porcentaje de culpabilidades dictaminadas por los jurados para ciertos delitos o colectivos explícita o implícitamente denostados.
Problemas gravísimos todos ellos, pero que podrían resumirse del siguiente modo: el jurado tiende a agudizar la benevolencia de la justicia con los ciudadanos más integrados en el tejido social y la severidad con los marginados. Esta realidad es hasta tal punto notoria que, habitualmente, los abogados defensores de medio mundo reprueban o aceptan el tribunal jurado en función de las características de su cliente y del tipo de crimen del que se le acusa.
Todos estos problemas son prácticamente inherentes a la institución del jurado que, a cambio, aspira a permitir que los ciudadanos correctamente integrados en la sociedad controlen la actuación de uno de los pilares del Estado. Sin embargo, en España, una serie de desequilibrios añadidos al funcionamiento de la institución, provocan que esta pierda buena parte de los efectos higiénicos que pudiera tener.
La generalización del español que lamenta su mala suerte al ser seleccionado para participar en algún proceso, quizá no sea demasiado exagerada: la ciudadanía española no siente como algo propio la administración de justicia. En el mejor de los casos, el poder judicial se percibe como algo a lo que acudir para solucionar un problema; en el peor, la justicia es el más formidable de los enemigos. Afrontar desde esta consideración la participación en su administración, no puede arrojar sino malos resultados.
Además, hay determinados crímenes que, por diversos motivos, no están sometidos la institución del jurado: los españoles sólo juzgamos los asesinatos y ciertos tipos de homicidios; los allanamientos de morada; los incendios forestales; la omisión de socorro; la infidelidad en la custodia de documentos o presos; y una serie de delitos hoy en día politizados como el cohecho, el tráfico de influencias, el fraude y la malversación. Crímenes que, en muchos casos, suelen imputársele en bloque a los funcionarios y gobernantes públicos corruptos.
Las razones aducidas en la legislación para justificar la elección de este catálogo de crímenes son, por un lado, su escasa frecuencia, que evita que un procedimiento tan complejo como el jurado colapse el ejercicio de la justicia y, por otro, una escasa complejidad técnica, que posibilita que los legos puedan juzgarlos. Si están preguntándose cómo es posible que esa batería de delitos económicos sean considerados «no complejos» por nuestra legislación, no se preocupen: muchos Magistrados también lo hacen.
Y es que la relación de los profesionales del Derecho con el jurado no ha sido, en absoluto, ejemplar. Destacan, en este sentido, los esfuerzos que en muchas ocasiones realizan los Jueces para que una serie de delitos presuntamente interconectados, acaben bajo el paraguas de la judicatura profesional. La legislación, muy compleja en este apartado concreto, establece que cuando uno o más imputados son finalmente acusados de varios delitos y siempre que no sea posible juzgar cada uno de ellos por separado, los hechos deben ser valorados por el tribunal estipulado para el crimen principal. Esto ha provocado que muchos jueces refuercen la posición de ciertos delitos para tratar de evitar que un determinado proceso acabe en manos de un jurado en el que, como institución, muchos no confían. Los recelos son, por tanto, recíprocos.
Una figura incómoda
El jurado aporta, a pesar de los pesares, una enorme contundencia a la justicia española: el porcentaje de casos resueltos a través de este método tienen que repetirse es realmente escaso. Al fin y al cabo, en cualquier procedimiento democrático, es difícil decirle a la mayoría de la población, en este caso representada a través de un muestreo, que se equivoca. Sin embargo, esto no es óbice para reflexionar sobre el hecho de que, muy probablemente, parte de los profundos problemas estructurales de esta institución se trasladarán hasta sus decisiones.
En España, el tribunal jurado ha protagonizado alguno de los casos más mediáticos de la historia judicial más reciente. Uno de los más sangrantes para esta institución fue el caso Wanninkhof: en 2001, los 9 ciudadanos legos asumieron como propias las conclusiones finales del fiscal y consideraron culpable del asesinato de la joven Rocío a la acusada, María Dolores Vázquez, que fue condenada por el juez a 15 años de prisión. Para una parte de la judicatura profesional y de la propia ciudadanía, pareció evidente que la enorme repercusión social del proceso había influido en el jurado. En 2004, Dolores Vázquez fue absuelta por un tribunal profesional y puesta en libertad tras 17 meses en prisión.
Más recientemente, un jurado popular consideró, por 5 votos contra 4, que el Presidente de la Comunidad Valenciana, Francisco Camps, y el Secretario General de su partido, Ricardo Costa, eran no culpables de haber recibido los famosos trajes y otros regalos a cambio de sus influencias. En el contexto sociopolítico actual, gran parte de la sociedad española había decidido, varios meses antes, justo lo contrario. A muchos ciudadanos les dolió, especialmente, la sonrisa con la que Camps recibió la buena nueva de su no culpabilidad; sin embargo, quizá la más ofensiva de sus reacciones, aquella que debía haber espantado a propios y extraños, partidarios y detractores, pasó más desapercibida. El gracias que el entonces Presidente valenciano lanzó hacia los 9 ciudadanos que acababan de salvarle por la mínima, delata la situación de esta institución en España: el resultado de la deliberación de un jurado no es algo que un político deba agradecer. Fue un gesto descuidado de Camps, el ciudadano, que por un momento se vistió de semejante cuando se dio cuenta de que le acababan de hacer un favor, no justicia.
Y es que el jurado no es sino el lugar donde la justicia y la ciudadanía entrelazan sus respectivas problemáticas. Y, por desgracia, en ese espacio reservado para el encuentro de ambas partes, en España se genera un ambiente doblemente enrarecido.
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Víctor Muiña Fano
Nacido en Gijón, en 1983, estudió Historia y un postgrado en Historia y Análisis Sociocultural en la Universidad de Oviedo. Fue columnista en la edición gijonesa del diario El Comercio, ha colaborado en el periódico de la Semana Negra, A Quemarropa, y la revista cultural Neville y es codirector de La Soga magazine. Actualmente reside entre Gijón y Madrid, donde trabaja como profesor.
Publicación: Neville Magazine Popular
España
23 de mayo de 2013